Un paseo. Las calles se abren como las vetas del mármol
pulido y brillante. Mil edificios como atalayas desde donde los hombres esperan
e inventan mil vidas escondidos en sus rincones, mil destinos por cumplir con
cada ser humano que camina distraído, y que podría abrir con sus ojos las
puertas del paraíso. Pero ellos nada saben. Tienen los tentáculos rodeándoles
el cuello, amasando las costuras de su cuerpo con la feroz dulzura de un deseo.
Caminan ajenos, se consumen como el cuerpo iridiscente de una cerilla. Cada
flor es una tragedia que olvidar pero intensa como un crepúsculo. El cielo
sangra y sangramos todos. Hinco las rodillas en la arena y mi reverencia no
aplaca la caída cárdena del sol. Desde esa ventana alargo mis manos invisibles,
profiero los susurros mas delicados mientras el mundo baila moviendo el vientre
y los tambores crepitan quemando los campos del pudor. No puedo dejar de
imaginarme que sería si mis suplicas ahogadas fueran atendidas, si cada fruto
de la tarde resonase con mis caricias y quisiera contar un cuento dentro de
otro cuento hasta agotar los pulmones de la imaginación. Querría vivir mil
historias silenciosas. Que la muerte se vistiera de negro, de negro pupila, y
las voluntades se condujeran bajo el hechizo de ser una serpiente enroscada y
trémula, música para mis oídos, música para perder esta perfecta
individualidad. Izo las velas, tiendo los remos y diviso que el horizonte huele
a alquitrán. Preparo mi barco furtivo hecho con las entrañas de mil hombres
desalentados. El cielo augura tormenta pero mi sonrisa conjura los vientos que
han de llevarme hacia la conquista. La marea es débil, un rumor sordo tendido
como el telón del infortunio. No me importa. Soy una pirata hambrienta de
tesoros, de corazones que cambiaré por los míos. Navego alucinada con la
obsesión del abordaje. Mil hombres y mujeres han de sucumbir a mis redes. Llevo
en el pecho la canción de la sirena. El aire gris de los adoquines se tornará
melifluo a través de mi garganta. Quién reciba mi evangelio olvidará la inteligencia
de sus pasos y me pedirá que le aúpe a mi embarcación hecha de anhelos. Las
calles son enjambres que rezuman la apatía del conformismo. Atravesare sus
mejillas de nácar y vertiré mi sangre sobre las alcantarillas. No quedará una
fuente sin el olor del vértigo y la viscosidad de los efluvios prohibidos.
Allí está. Sorbe su
café y sus labios se le arrugan entre espirales de vaho. Está sentada frente al
espejo, traslúcida como una medusa de largos y ensortijados brazos, inaccesible
como la luna. Me detengo frente a ella y mis piernas querrían atravesar mil
continentes antes que permanecer quietas para que yo la contemplase. No las
culpo. Son las hijas del miedo primordial como cada una de mis células,
infectadas desde su primer desdoblamiento. Pero ya no temo. Gobierno un barco
fantasma construido con la fe del delirio y la fragancia de mil rosas
ensangrentadas cuyo último estertor conservo en un frasquito de cristal. Su
cara brilla con la baba áurea del sol. Es porcelana esmaltada por las manos del
único misterio. La sangre se remansa sobre los labios fruncidos, duros como la
invisibilidad que nos separa. La miro enloquecida, mis ojos sobrevuelan su
frente como dos cometas desorbitados, consumiéndose sin que su estela pueda
despertarla, conmoverla. Atravieso el umbral de la vigilia y me conduzco a su
lado. Sigue distraída. No me ve ni me huele. Recorre las praderas de Júpiter o
se desliza en patines por los anillos de Saturno. Quizá imagina también su
barco alado y solo espera el guiño del mar para vivir. Acerco mi cara a la
suya. La distancia no existe cuando el miedo no puede ya medirla. Poco importa
que me descubra oliendo su cabello, rozándola con mi nariz hasta el
estremecimiento. Ella está en Júpiter y yo soy un ángel caído. Continúo mi
danza de redención durante lo que me parecen mil eternidades. Cierro los ojos.
Hacia donde me dirijo no hay ya nada que ver. Tiendo mi mano y ella tiende la
suya. Siento el ritmo del mundo en cada intercambio. Vida y muerte correteando
por sus bronquios en un repiqueteo que podría interrumpirse en cualquier
momento. No debo perder mas tiempo.
Pero, ¿acaso el tiempo se pierde cuando nos fundimos en la
verdad? ¿Acaso la vida pasa cuando reposamos sobre dunas sedosas de un cuerpo
humano? No lo creo. Tengo la calma de una nube peregrina. Sé que al fin estoy
donde debo. Que mis deseos son una dinfonía perfecta y ella una bella e
infinita caja de resonancia. Giro la manivela y la bailarina entona du canción.
Despierta de su abismo y me sonríe con la suavidad de un dios. Pronuncia mi
nombre. Lo repite. Una vez. Otra. Mi cuerpo la abraza y juntos estallamos como
rompe la autora, como rompe el principio y el amor, la muerte que siempre quise
para mí.
Ahora me habla y su voz no se oye, la siento tronar en mi
alma: eres mi reflejo…
El Muro