Pensaba que lo tenía claro, que era obvio que sus cálidas manos eran mi soporte, que su tierna voz era mi aliento, que su manto era mi cobijo pero dudaba, dudaba de mi lealtad, de mis sentimientos. El océano de palabras regresaba a mí intacto, lúgubre, cómo la fría agua infinita, me escabullia entre tiburones, sin saberlo. Buscaba tierra, pero me sentía cómoda nadando entre aquellas bestias salvajes, indomables, de corazón frío y sangre caliente. Aquellas bestias que sólo desean cazar un alma frágil, revolverlo entre bellas palabras, comer su carne, beber de su sangre y desechar sus restos a la carroña. Sólo sus viles propósitos importan. Acostumbraba a nadar entre tiburones. Acostumbraba a ser mordida y desangrada. Siempre sobrevivía. Herida, pero sobrevivia. Son embargo, las bacterias también se introducen en la carne y son letales. Te consumen sin saberlo, más peligrosas que un mamífero gigante. Más letales que 100 toneladas sigilosas acechándote. Aquellos seres telescópicos se introducen sin darse cuenta y pican la carne, hasta deborar el corazón y el cerebro. Hasta no dejar ni un órgano vivo. Hasta lograr la aniquilación de toda célula. Hasta asegurarse de que ninguna de ellas vuelva a renacer. Ese es su objetivo. Introducirse en tí, sin que te des cuenta con el único propósito de alimentarse de tú carne y desechar tus restos. Dónde ni los tiburones deseen tú pulpa....
Así es el amor caníbal.
El Muro