Ese primer día fue más brutal y a la vez más deseable. Yo
sólo tenía una dirección a la que acudir, no sabía más. Era un local sin
cartel, sin evidencia de ningún negocio y con todas las persianas bajadas,
tenía que llamar a la puerta del bajo que sin embargo era una puerta de madera,
hogareña, que desentonaba al estar comunicada con las persianas industriales.
Cuando llamé una mujer madura me saludó cortésmente y me indicó el camino que
debía seguir, caminé por un pasillo oscuro hasta que me encontré con un hombre
desconocido que me condujo a una sala no muy grande donde desnudó mi cuerpo
tenso, me ordenó con ternura que me postrase con las piernas abiertas y con los
brazos detrás de la espalda cogiéndome los codos. Yo obedecí y él se marchó con
mi libertad en sus manos, mi ropa. Postrada y erguida pero con la cabeza gacha
estaba yo cuando mi señor entró, el corazón era incapaz de latir y los pulmones
aguantaban cuanto podían el oxígeno en el cuerpo. Esta vez sí que tuve valor
para alzar la mirada a su rostro, tenía miedo pero tenía curiosidad, al verle
con una sonrisa en la boca mi cuerpo tomó vida, el corazón latía a máxima
velocidad, mis extremidades estaban frías pero mi sexo, mis senos y mi rostro
hervían, me costó trabajo controlar mi respiración y volví a agachar la cabeza.
Cuando me hube calmado un poco, instintivamente me incliné con los brazos
estirados, apoyando las palmas y la frente en el suelo. Esta primera vez fue la
más demoledora y la más ilusionante.
El Muro