Me había dicho que me pusiera el collar que había dejado sobre la mesa y esperara desnudo de cara a la pared, pegado a ella, con las piernas abiertas y los brazos en cruz.
Estaba abstraído en mis pensamientos, cuando al oír el ruido de sus tacones me invadió una mezcla de sensaciones, respeto, temor, deseo, anhelo…
Se quedo detrás de mí, sin hacer ningún ruido unos inquietantes segundos.
Apenas sentí el frio del metal en mis testículos que ya los tenía apresados por un anillo genital del que colgaba una cadena con unos pesos.
- “¿De quién son esos huevos? Perro.” Dijo mientras los cogía con fuerza y los retorcía.
- “Suyos, mi señora.” Le dije mientras ella seguía estirando y retorciéndolos aún más.
Con su cuerpo apoyado sobre el mío, aplastándome contra la pared, siguió estirando de ellos, esta vez hacía atrás y hacía arriba, hasta hacerme soltar un gemido de dolor.
Finalmente los liberó, se agachó, deslizando sus uñas por mí espalda y me mordió la nalga, dejando, con sus dientes, una elipse perfecta marcada en ella.
Se levanto, fue a por su fusta y empezó a golpearme en los testículos con ella. Primero con golpes suaves y espaciados, pero poco a poco fue aumentado la fuerza y la intensidad.
Sin dejar de golpear en mis testículos, me cogió con su dedo índice por la comisura de la boca, estiró y acercó mí oreja a su boca.
- “¿Te duelen los huevos? Perro.” Murmuró.
- “Si, mi señora.” Balbuceé apenas.
Volvió a coger mis genitales y estrujándolos me paseó por toda la habitación.
Se detuvo, se dio media vuelta, y empezó a azotarme mi pene con la fusta hasta que este tomó un color rojo intenso.
Hizo que me tumbara en el suelo, bocarriba, con los brazos y las piernas abiertas.
Con sus zapatos de tacón de aguja empezó a pisotearme, primero por el abdomen y después en mis testículos y pene.
Cogió unas cuantas pinzas de madera y empezó a distribuirlas por mi escroto y par más en cada uno de mis pezones de propina.
Sin retirarlas, se apartó un momento y se quito el tanga de blonda negra. Se acercó de nuevo, puso un pie a cada lado de mi cara y se sentó con su culo encima de mí rostro.
El olor y la humedad de su sexo, sus nalgas envolviéndome, la oscuridad, la falta de aire, todo ello me provocó una gran excitación.
Se levantó, se alejó hacia la puerta de la habitación y antes de salir dijo:
-“Relámete mis jugos de tú cara, perro.”
El Muro